Seguimos hablando de zombies, y es que el mercado nos obliga… y nuestro frikismo también, a seguir hablando de este género. Aún cuando sea para hablar de un libro que ya ha salido a la venta; "Naturaleza Muerta", de Víctor Conde.

Víctor Conde, seudónimo de Alfredo Moreno Santana, es un escritor que lleva años escribiendo y que cuenta en su haber con haber sido finalista de premios tan prestigiosos como el Premio Minotauro, con Mystes, el Premio UPC, con Mercaderes del tiempo, o el Premio Ignotus, con Albedo cero.

Dolmen publicó hace unos meses su novela Naturaleza Muerta, dentro de su Colección Zombies, de la que os hablamos hace unos días. A continuación os ofrecemos un resumen de la novela y un breve previo.

http://www.via-news.es/images/stories/libros/dolmen/zombies/naturalezamuertag.jpgNaturaleza Muerta
Autor/es: Víctor Conde
Libro. 312 Páginas. Colección Zombies.
A la venta en: 10 de Julio del 2009
Precio: 15.95 €
Resumen:
{xtypo_quote} Naturaleza muerta nos presenta un mundo devastado por una catástrofe de proporciones bíblicas. Siete supervivientes en un tren hacia ninguna parte. Siete personas heterogéneas, distintas, asustadas, cada una con su propio secreto inconfesable. Por las calles de todas las ciudades del mundo caminan legiones de muertos vivientes, devorando cada ápice de carne viva que cae en sus manos. Y todos ellos buscan algo. ¿Pero qué? ¿Qué ha causado tal catástrofe? ¿Por qué sólo han sobrevivido siete personas, y a dónde las lleva ese tren? La respuesta a estas preguntas podría ser algo extremo y aterrador, algo para lo que ninguno de ellos está preparado.

Una historia macabra de supervivencia, amor y odio en un mundo donde la especie humana encara su extinción. Donde las últimas personas vivas tendrán que enfrentarse no sólo a su futuro, sino a su propio secreto inconfesable, a su propio pasado oscuro. {/xtypo_quote}
Avance: CAPÍTULO 1

Dejad que os hable del hambre.

El hombre que miraba por la ventana de aquella celda acolchada no creía que estuviera loco. De ningún modo.
Él mismo había llegado a establecer diferentes conceptos y definiciones para la locura a lo largo de aquellos años de encarcelamiento, a través de todas las horas perdidas y las noches sin dormir y los días sin esperanza. Nociones que apenas raspaban la superficie de lo que se escondía en ese cajón oscuro lleno de pesadillas que los Hombres de Batas Blancas llamaban “el subconsciente”. Ellos decían que José Marinero era diferente de los demás hombres porque había perdido los candados del cajón oscuro y, por no encontrar las malditas llaves, había dejado que las pesadillas escapasen y pudriesen su cerebro con las más insólitas aberraciones. Con imágenes valientes y obscenas y terribles y benditas que lo habían acompañado cada día (desde que el sol salía por su Este particular hasta que caía derribado al fin por los antiaéreos en alguno de los otros puntos cardinales) desde la pubertad. Eso era todo, un problema de mala organización, de no saber guardar unos candados en su sitio.

¿Pero qué sabían ellos, al fin y al cabo? Los de las Batas Blancas no estaban locos, o eso les aseguraban a sus lindas esposas cada noche. ¿Cómo puede alguien que nada sabe de la locura pretender estudiarla a distancia y, aun peor, decidir qué hacer con ella? La estúpida psicología no es más que un engaño, una cuestión de estadística y observaciones (todas desde el exterior lejano y aséptico, ninguna desde dentro) y predicciones matemáticas que nada se adecuan a la realidad, eso opinaba José Marinero. Ninguno de los Batas sabía en realidad cómo funcionaba el cerebro. Ellos decían “vale, si tiene cuatro patas y se lame el culo, es que es un perro”, pero el perro podía ser un hipopótamo disfrazado, o un gato con anginas. No tenían ni la más remota idea de por qué un chispazo eléctrico sobre la neurona adecuada podía equivaler a la Quinta Sinfonía o al asco por verse el pene goteando semen tras la paja regular de por la mañana. Todo lo veían como pura estadística, y mediante los estúpidos tests y los dolorosos electros mantenían a todo el mundo en aquel edificio con las manos clavadas en sus putos candados, no fueran a perderlos y les pasara como al pobre José, cuya cabeza se le había podrido por dentro.

Por eso se sorprendió tanto cuando miró a través de la ventana de la celda, aquella mañana, y examinó horrorizado el mundo exterior.
Algo le ocurría al mundo exterior.

Todavía no había el menor rastro de humedad. Faltaba poco para que septiembre se retirara a una vida mejor, más contemplativa, y en el aire todavía flotaba un colchón de smog que, una vez troceado y diluido por la lluvia, empaparía los ánimos de todos aquéllos que salieran a regañadientes a las seis de la mañana de sus confortables hogares para ir a trabajar. Pero eso sería más adelante; por el momento estaban en ese mes y en Madrid dejaban que septiembre durase todo el tiempo que quisiera.

Se suponía que desde aquella prisión de suelos de goma José no podría acceder, ni con la vista ni con la imaginación, a lo que fuese que estuviera esperándolo fuera. Sólo habría podido mirar al cielo y preguntarse por qué no llegaba de una santa vez el mal tiempo, para hacerse ilusiones de que él también era uno de esos desgraciados con más pertenencias en la oficina que en casa. Pero alguien se había relajado con la vigilancia y había permitido que una rendija en el muro que rodeaba el hospital se hiciera más grande con cada invierno; una metedura de pata de algún albañil despistado, que había puesto demasiado cemento en aquella mezcla o demasiado poco, y que con el tiempo había agrietado el muro trasero. La administración no se había preocupado por arreglarlo porque aquel ala abierta del hospital no daba a una zona que albergara enfermos (¡otra vez esa palabra!), sino a un par de grupos electrógenos oxidados llenos de cables y tuberías que se hundían como estiletes en los edificios, rasgándoles la piel de yeso. Aquella fisura, separada dos escasos metros de la ventana de José, aparte de para permitir la ocasional entrada de algún gato, también servía para que su mirada escapase. No se podía ver mucho a su través: una esquina iluminada de noche por un cartel rojo; un pedacito minúsculo de calle que era cegado durante décimas de segundo por algún coche que pasaba; lo que podía ser la sombra de una farola que, todos los días a la hora exacta de tomar las pastillas, se derramaba sobre la esquina adoptando la forma de un cisne monstruoso.

También se veía pasar gente, claro. Eso era lo que más le gustaba a José. Hombres, mujeres, niños si eran suficientemente altos, ancianos si no estaban demasiado encorvados. Algunos incluso se detenían a charlar unos instantes ante la grieta, y permitían que José, que los observaba sin ser visto al otro lado de la ventana con rejas, disfrutase de cada segundo, imaginando posibilidades. Lo que haría con ellos cuando saliese de aquella habitación. Las cosas que les enseñaría sobre lo que había descubierto de la locura durante sus años de encierro.
Pero claro, él no estaba loco. Eso por descontado. Lo observaba todo desde fuera, como los Batas, sólo que con un ojo más clínico.
Lo que había asustado a José Marinero aquella mañana, cuando al fin se le había pasado el efecto de las malditas pastillas, era que había algo distinto en la grieta. Y en lo que se veía a través de ella. En lugar del amortiguado ronroneo de los coches y de las intuidas conversaciones entre madres e hijos, había un silencio atronador. Y ya no pasaban vehículos cegando la grieta. La calle estuvo extrañamente desierta durante buena parte de la mañana. Se oían gritos lejanos, y sirenas, y había un ligero pero constante temblor en el suelo, como si todas las piernas de la ciudad lo golpearan con fuerza a la vez.

Aquella puertecita a la que le faltaban los candados y un par de goznes en la cabeza de José empezó a chirriar. Imágenes de su pasado se colaron a través de la madera, correteando por los salones vacíos como espías sin licencia. Imágenes de la adolescencia, enterradas bajo cientos y cientos de pastillas, alzaron una mano como los muertos de aquellas películas tan malas que exhibían en el cine Strassa, en la esquina con Olmos y Santa Marta, cuando llegaba para ellos la hora de alzarse de las tumbas y agarrarse al cielo como los fieles de una iglesia el día después de una catástrofe. Las imágenes de sí mismo degollando gatos junto con su primo Pedro, antes de darse mutuamente por el culo en el patio trasero de la tía Begonia mientas la sangre de los animales les manchaba los genitales, dejaron de tener ese saborcillo a química hospitalaria, a alcanfor rancio de botica, y aumentaron de volumen, con la inmediatez de lo ocurrido recientemente en lugar de hacía treinta años. José se llevó un dedo al ano y se lo rascó distraídamente, mientras la mitad de su cerebro estaba tratando de dilucidar qué era lo que le mostraba hoy la grieta, por qué no había coches ni personas, y a la otra mitad le llegaba nítido el perfume del sudor de Pedro, las gotitas de excitación que le bañaban los testículos mientras la sangre de los gatos hacía de lubricante. Él había nacido con un labio leporino, defecto que le habían corregido quirúrgicamente al nacer. Sin embargo, tenía otro pliegue irregular en el miembro que nadie se había atrevido a tocarle.

Pedro había muerto unos años atrás, atropellado por un camión. Si existiera en realidad aquello que los chalados del Ala Siete (los que tenían permiso de los Batas para volcar sus chifladuras en versos sobre papel) llamaban “justicia poética”, Pedro habría sido degollado por un león furioso, escapado de algún circo o del dúplex de algún rico excéntrico, en justa retribución por sus crímenes contra el mundo felino. Pero no, había sido un conductor borracho (¿o el borracho era Pedro, que cruzó la autopista sin mirar creyendo que era una comarcal de cinco carriles?) que le pasó una madrugada por encima con todas y cada una de las doce ruedas de su tráiler, el eje, los amortiguadores, el tubo de escape y la madre que lo parió. El cuerpo de Pedro fue exprimido como una naranja, extrayendo de él hasta la última gota de alcohol, de sangre, y del semen que aún pudiera quedar en sus entrañas de cuando él y José eran artistas. Poco después, a él lo encerraron en el hospital. Nunca supo lo que fue de tía Begonia.

El día de hoy parecía una efeméride de aquel desastre, de aquel camión conducido por el Diablo que había salido rugiendo de la niebla, como en la película de Spielberg. Las calles desiertas anticipaban un desastre inminente, la salida de los pistoleros para ejecutar una matanza sincronizada, a ritmo de reloj de campanario, de revólveres nacarados. Era como si el mundo exterior hubiese perdido también los candados y estuviese pidiendo a gritos un electro bien potente (y con los cables asidos a los huevos con sus pincitas, como a veces se lo hacían a él) para volver a la normalidad.

Entonces, José Marinero descubrió por qué las imágenes de Pedro habían vuelto a escaparse de la caja.

No le habían suministrado las pastillas. La hora de la química había pasado, y se habían olvidado de él. La sacrosanta fiesta de las anfetas tendría un concelebrante menos aquella mañana.
Eso le asustó más que nada. Más incluso que el súbito cambio de biorritmos del mundo exterior. No era posible que los enfermeros se hubiesen olvidado de darle la medicación. En años y años de prisión y tortura allí dentro jamás había sucedido. Y ahora que lo notaba…
Se despegó de la ventana, por la que entraba un oblicuo y enfermizo rayo de luz, tamizado en rombos por la reja, y se aproximó a la puerta. Silencio. Algún grito ocasional que rebotaba con eco en los pasillos. Nada que se saliera de lo normal. Pero el pasillo albo, impoluto, estaba desierto. Nadie derrapaba por la milla blanca. No había Batas llevando carritos de aquí para allá ni inspecciones rutinarias con portafolios. Nada de nada. El edificio, salvo por los gemidos que a veces sorteaban las puertas de las otras celdas, atestiguando que los demás pacientes seguían allí, parecía desierto.

¿Se habrían marchado los médicos, dejándolos allí dentro? ¿Habrían descubierto esos apestosos Batas la verdad (que la psicología era un fraude freu-(frau)-diano) y se habrían ido en masa a engrosar las listas del paro o a fumarse el título universitario? ¿Y qué pasaría con los enfermos?

Tras tantos años metiéndose química en el cuerpo, no le daba apuro admitir que, aunque aquello era un error y en el fondo no la necesitaba, se había vuelto adicto a todos esos fármacos llenos de nombres en latín y barrocas cadenas de aminoácidos. Le daba más miedo pensar en que no le darían su dosis durante una semana, que saber que la puerta estaba cerrada con llave y que, llegado el momento, alguien tendría que venir a darle de comer.

Entonces oyó un ruido.

Se había abierto una puerta. Por el sonido, que José podía situar con precisión milimétrica, era la puerta doble que llevaba al Ala Norte, a las consultas de los Batas. La que no tenía picaporte, sino una placa de cobre para empujar con la mano o con el trasero. A través de ella sólo salían los tipos de los portafolios y los carritos llenos de tickets to ride. José pegó todo lo que pudo la cara al cristal del ventanuco. La nariz se le dobló hacia un lado, roma y chepuda como la de un boxeador veterano. Sus ojillos nerviosos casi sobresalían de las cuencas, el globo ocular al completo, para pegarse aún más al cristal y ver quién se acercaba.